Caminando en medio de la ciudad, del bullicio, y de las incertidumbres de la vida misma, me pierdo, porque a mí nada de eso me importa. Lo que a mí me importa, son las personas y su ajetreo, me concentro en su ir y venir, y las observo. Trato de leer sus rostros, como quien lee cartas olvidadas.
En cada gesto trato de adivinar sus sentimientos, sus intenciones y sus miedos. Y espero a que sus miradas me hablen, y me revelen sus historias. Pero no las historias que se comparten con las amigas a la hora del té sino las historias que aparecen en medio de la noche como almas en pena reclamando justicia. Esas historias que llevan secretos malditos y que aún en sueños nos acechan.
Todos tenemos esas historias en nuestro bagaje.
Pero yo creo, que no las guardamos dentro de nosotros, porque entonces no podríamos vivir. Pienso que las echamos al universo a que se pierdan, a ver si la suerte nos acompaña y se extravíen por ahí, y encuentran a otro más desgraciado que uno para torturar.
Y ellas se van vagando por el mundo, extraviadas y solitarias, pero sabiendo bien a quien pertenecen y buscándole. No importa si habéis cambiado de dirección, de ciudad o país, porque ellas siempre sabrán como encontrarle. Aun así hayan pasado decenios, ellas sabrán reconocer a quien las abandonó, y su furia no tendrá piedad.
Esas son las historias que yo colecciono, he capturado algunas ya, y aunque pueden infringir miedo en algunos, yo las amo, porque reflejan nuestra verdadera naturaleza, no lo que aparentamos ser, sino lo que somos cuando creemos que nadie nos observa o pensamos que nunca nos cacharan las mentiras. Esas historias que nos recuerdan que aunque vivamos en un mundo superpoblado, en realidad, nos encontramos solos.