Porque soy una mujer muy habladora, y de risa contagiosa, muchas personas piensan que me encantan las fiestas, la compañía, el tumulto y el jolgorio. Pero a decir verdad, a mí nunca me han gustado las fiestas. No me gustó nunca beber. Y aunque probé mi primer trago a los 17 años, de la mano de una orda de tías menopausicas, a las que pronto alcanzaré en edad, nunca conseguí entender el placer de beber hasta perder la conciencia. O la noción de uno mismo.
Pero la verdad, la verdad desnuda y descarada, es que a mi me encanta mi soledad. A mi soledad y a mí no nos gustan las fiestas, no nos gusta el ruido, no nos gustan los grupos grandes de personas. Ni el descontrol.
En cambio, a mi soledad y a mí nos encanta refugiarnos en el silencio de los libros, en la tristeza de Romeo, en la valentía de Arturo y en la ciega lealtad de Sancho Panza, con quien guardo un gran parecido físico.
Me gusta perderme en mi mundo, me gusta esconderme en mis castillos de nube al amanecer, cuando la distancia entre el cielo y la tierra no es más que una sombra agazapada entre las montañas.
Y así se me pasan los días, soñando y caminando por los senderos que la soledad me señala y de los cuales debo volver cada tarde. Justo a tiempo, para volver a verlo a él. Y reencontrarme con la vida.
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