Café: Las letras muertas

 

Cabe la casualidad que siempre que el silencio cae en mi alma, acallando la inspiración, tengo una taza de café al lado haciéndome compañía. 

En esos silencios, siento como si el mundo entero se detuviera, y solamente de mi dependiera su continuidad, como la historia que nunca acaba. Pero aún así, las letras caen al suelo, y ni el miedo a desaparecer puede recogerlas de ahí. 

Las letras caen y se niegan a levantar vuelo, como aves heridas, se quedan allí, sin vida. Y el aroma del café recién hecho consuela de alguna manera mi duelo. 

Porque no hay pena mayor que la de querer escribir, y no encontrar las palabras, o peor aún, que estas se nieguen a cooperar. Y cuando estoy pasa, decido dejarlas ser. No les ruego, ni les suplico que me perdonen por mi falta de talento. 

Las dejo a su capricho. 

Y me envuelvo en obscuridad, pero cada mañana al regresar a este mundo, antes incluso de agradecer a Dios por traerme de vuelta al mundo de los vivos, preparo una tacita de café, como si esta obscura poción tuviera la clave de todas las preguntas que ya entran por la ventana sin darme tregua. 

Bebo cada sorbo, y puedo sentir cada gota de café mezclándose con mi sangre, reencarnando mi conciencia en la persona que debería ser yo y que sin embargo nunca llega a ser. 

Y al terminar el día, las letras yacen ahí, mientras yo termino de beber las últimas gotas del bendito elixir. 

Es así que el café marca, para mí, el inicio y el fin de cada día. 

 

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