Me encontré con un antiguo post, y sin querer queriendo empecé a editarlo, y debo decir que he quedado contenta, y creo que es mucho mejor, o al menos una mejora a la versión original.

Cabe la casualidad que cada vez que el silencio cae en mi alma, acallando la inspiración, tengo una taza de café al lado haciéndome compañía. En esos silencios, siento como si el mundo entero se detuviera, y sólo de mis pobres letras dependieran su continuidad, como la historia que nunca acaba. Pero ni eso conmueve a las letras a unirse a mi prosa, no tienen piedad de mí. Y deciden tirarse al suelo como niños haciendo berrinches.
En esos silencios, siento como si el mundo entero se detuviera, y sólo de mis pobres letras dependieran su continuidad, como la historia que nunca acaba…
Las letras se dejan caer y se niegan a volver a las páginas. Y con paciencia de madre comprensiva decido darles un tiempo, no forzarlas, y bebo mi café, siento su aroma consolador cubriéndome, consoládome. El cafe me ayuda a llevar el dolor. Porque usted no lo sabe querido lector, pero no existe pena más grande que la de querer escribir, pero no encontrar las palabras, o peor aún que estas se nieguen a cooperar. Y cuando esto pasa, querido lector, yo decido dejarlas ser. No les ruego, ni les suplico que me perdonen por mi falta de talento.
Las dejo a su capricho. Como cuando las madres dejan a los niños hacer pataletas sin prestarles atención, “porque despues se acostumbran a la malacrianza,” dicen ellas.
Bebo cada sorbo, y puedo sentir cada gota de café mezclándose con mi sangre, reencarnando mi conciencia en la persona que debería ser yo y que sin embargo nunca llego a ser. Y al terminar el día, las letras yacen ahí, mientras yo termino de beber las últimas gotas del bendito elixir. Es así que el café marca, para mí, el inicio y el fin de cada día.
Bebo cada sorbo, y puedo sentir cada gota de café mezclándose con mi sangre, reencarnando mi conciencia en la persona que debería ser yo y que sin embargo nunca llega a ser.